sábado, 7 de mayo de 2011

Carta abierta a los responsables del miedo

A Quien corresponda:

En todas las familias se transmiten historias que tienen a los más chicos como protagonistas.
El abuelo Roberto era un alemán de mal carácter y se lo mostraba a todo el mundo. Sin embargo, nietos y vecinitos adorábamos al viejo.
Con su torno de relojero hacía preciosas miniaturas para regalarnos. Además, en el terreno del fondo de la casa, alguien, muchos años atrás, había plantado árboles frutales y era una delicia jugar a las escondidas o a la mancha entre el perfume de los azahares.
Otro viejo, un compatriota, disfrutaba de la hospitalidad del abuelo mientras se hacían mutua compañía. Don Roth, como se llamaba, contaba historias de una guerra lejana y cruel. Cómo había salvado su vida cuando se arrastró lejos de una montaña de cadáveres a punto de ser incinerados. Lo habían creído muerto, pero el olor del fuego consiguió despertarlo, aunque sus pulmones quedaron dañados definitivamente. Sólo mucho después yo asociaría aquella historia terrible con los nazis y las cámaras de gas.
Los médicos le recomendaron aire puro y, así, fue a dar con sus huesos a una lejana provincia de la Argentina. Recuerdo su figura deambulando entre los naranjales, enfundado en el largo sobretodo negro fuera invierno o verano. El aspecto no era lo mejor del pobre hombre.
En la casa de al lado, vivía una familia criolla. Estercita, una nena adorable, era la preferida del abuelo. Pero sentía pánico desde la llegada del sobreviviente. Se negaba a visitar la casa. Curiosa, espiaba, ocultándose entre el ligustro de la medianera.
Ahí estaba cuando el abuelo la descubrió y la invitó a comer fruta. La nena se negó, diciendo que tenía miedo, pero él, pícaro, inventó una mentira:
- No te preocupes, Estercita- le dijo- vení tranquila, yo ya lo maté.
La nena, crédula en su inocencia, aceptó la propuesta. Estaba muy entretenida juntando naranjas, cuando, de pronto, desde atrás de un árbol, apareció el supuesto "muerto" dándole un susto terrible. Sin embargo, más pudo su indignación e increpó valientemente al abuelo:
-!Roberto! !Mirá! !No lo mataste bien! Te voy a enseñar cómo tenés que hacer. Y exclamaba:- !Pisalo así, asi, así!! Al tiempo que daba pataditas en el suelo como ejemplo.

Vaya a saber por qué, en estos días la vieja anécdota da vueltas en mi memoria.
Por ahí andan algunos, diciendo que el demonio resucitó, pero los “buenos” lo mataron antes de que nadie lo pudiera ver y lo hundieron en el mar.
Entonces me dieron ganas de preguntarle a quien crea ser responsable del acontecimiento:
-¿Lo mataste bien muerto? ¿Estas seguro? ¿Lo pisaste bien pisado para que no se vuelva a levantar?
No sea que después reaparezca sobre las olas como Don Roth o el monstruo del lago Ness.
O que nos hayan tomado el pelo, como el abuelo a Estercita.

Los monstruos resucitan con siniestra perseverancia. En una época, contaban a sus víctimas tatuando un número en su piel. Yo lo vi.
Y los creímos vencidos, pero volvieron a la carga con métodos cada vez más sofisticados. En algunos sitios arrojaban bombas y destruyeron ciudades enteras. En otros, los damnificados simplemente desaparecían. Ni vivos, ni muertos. También lo vi.
Pero los monstruos fueron derrotados nuevamente.
¿Hasta cuando? ¿Por qué vuelven, como si fuese inútil matarlos? Habitan nuestras pesadillas. Están hasta cuando soñamos despiertos. Comen nuestro alimento. Usan nuestras almohadas. Conocen nuestros secretos.

!Pobre señor Roth! !Destino de miedo su vida!.
Sobrevivió a un holocausto, pero lo siguieron. Escondidos en los rincones de las valijas, abordaron el barco que lo trajo a América. Aferrados a los bolsillos rotos de los pasajeros de la tercera clase o a las tiaras de las bailarinas, en primera, los monstruos pasaban desapercibidos. Sumergidos por debajo de la línea de flotación llegaron a puerto y descendieron antes que nadie para recibir a los que iban llegando.
Por eso Don Roth disimuló su origen y, después, disfrazó su nombre. En la Patria Nueva también encontró monstruos y aprendió a morir un poco cada día para no asustar a los niños.

Nuestros hijos, cuando tienen miedo, piden que dejemos la luz encendida para ver. Porque la ignorancia es la única planta que crece en la oscuridad y los monstruos se alimentan de ella.
Los adultos, en cambio, apagamos la luz. Elegimos no ver.
Proclamamos una vida libre de culpas y pecado, pero denigrando tanto al diferente como al semejante. Si viste raro, tiene otro color de piel, habla otro idioma, nació lejos, profesa ideas distintas, no tiene pene o lo usa de otra manera.

Los monstruos son voraces, nunca satisfacen su apetito, siempre quieren más y más. El único método posible es desconectarlos, quitarles la energía. Como un juguete sin pilas o una marioneta sin hilos, caerán cuando dejemos de engordarlos con nuestro miedo y nuestro odio. De lo contrario, podemos huir, conjurarlos, someterlos a ritos o saltarles encima: volverán, inexorables, para reir de sus auspiciantes.
Atte, s.s.s.: Dr. Frank Enstein

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