sábado, 15 de octubre de 2011

Cosas de mujeres


Querida mamá:

Siempre escuché decir que me parezco a vos y nunca tuve motivos para dudarlo. Cuando crecí, a pesar de tus recomendaciones, me encargué de tus mismas tareas, aunque nunca me enseñaste a hacerlas.

-“Vos estudiá”- me decías- “así podés trabajar y no dependés de nadie. Tenés tu plata y hacés lo que querés”.

Después exclamabas: “!Para mi, todos mis hijos son iguales!”, y yo odiaba tus palabras, porque quería destacarme, ser especial.

Aún recuerdo como marcabas el ritmo de tus afirmaciones con un golpe de plancha sobre la tabla o con el martillo de madera cayendo una y otra vez sobre la milanesa indefensa. Por fin, convencida y convincente, la tirabas a la sartén, o colgabas de una percha la camisa de papá, bien almidonada, cerrando con fuerza el ropero como quien se deshace, definitivamente, de algo muy molesto.

Yo advertía tu hostilidad contenida: ¡Pobre papá! ¡Era tan bueno! Y me compadecía del encierro de su camisa, tan parecido a mi propio encierro.

¡No me dejabas salir casi nunca! Todo te parecía tan peligroso que terminaste por hacerme creer en un mundo hostil que me costó mucho conquistar.

Aún recuerdo las historias de la siesta y el miedo que durante muchos años alenté. Creìa en tus historias sobre el “Dueño del Sol”, que salía, a esas horas, a robar las bicicletas de los chicos.

Después, con el tiempo, aprendí a desobedecerte. Me puse la minifalda y me saqué la virginidad, pero era tarde, la costumbre me había ido haciendo caserita, aplicada en la escuela, inclinada por el dibujo, la lectura, las manualidades. Mostrando ya esa tendencia a disimular las maldades ajenas y reprimir las propias.

Te escondía las inclinaciones sádicas de mis hermanos, que destruían mis muñecas, me llenaban de golpes y arañazos y me excluían de todos sus juegos.

Yo, en vez de defenderme y acusarlos, los encubría. El castigo me dolía más a mí que a ellos. A mí no me castigabas casi nunca. Era buenita.

Papá no hablaba sobre igualdad o diferencia, pero nunca me permitió bailar o estudiar arte, por ejemplo. Sólo mucho tiempo después comprendería que cuando decía “ ¡Ah no, mi hija no...!” y a continuación lo que fuese, esas negativas se fundaban en un prejuicio de género. Vos decías que me quería y por eso me cuidaba, nunca entendiste que no prohibía para cuidar sino para controlar, porque era un reprimido.

Me quiso, pero no me dio la oportunidad de aprender sus habilidades. Comprar, vender, poner precio, jugar al fútbol o al truco, hacer asado, cambiar un cuerito. Yo lo admiraba por todo eso, pero papá era un machista y no me transmitió ninguna de sus estrategias para sobrevivir en el mundo porque soy mujer. Solamente se trataba de conseguir “un buen muchacho” y ser “una buena chica”. Total, a las mujeres las mantienen los maridos.

Vos, en cambio, eras feminista sin saberlo y así aprendí que soy igual a mis hermanos y ninguna habilidad hogareña: planchar, asear la casa, seducir. ¡Toda la vida cargué con la sensación de no ser lo suficientemente femenina! Y te lo reproché. ¡Cuánto te lo reproché!

Cuando te fuiste, yo no era feliz, y eso te dolía mucho más que mis críticas. Ahora lo se, porque soy adulta y soy madre.

No me lo diste todo, pero eso no era posible. Me diste lo más importante: el permiso de conseguirlo por mi misma. Y lo hice. Por eso te escribo, para que lo sepas. Estoy segura de que podrás enterarte.

Mamá, ahora sí, por fin, soy feliz. De una forma muy distinta de la que me enseñaron vos o papá, pero lo soy. Comprendí que soy mujer y que para serlo no hay nada que aprender. Que no soy igual a mis hermanos, pero que mis derechos sí lo son. Eso es lo que querías decir ¿No es verdad?

Tengo un título universitario, un trabajo y mi propio dinero, como querías, y a veces hasta puedo parecer tan fina como quería papá. Pero eso no es lo importante. Tal vez a algunos les guste mi estilo y a otros no. ¡Lo importante es que aprendí a gustarme yo!.

Además, ¿sabés? Descubrí que los criticones lo son porque tienen muy poca confianza en sí mismos.

Todavía tengo, muy bien guardada, aquella caja china que forraste con seda. Adentro están todas las cartas que me enviaron los hombres que pasaron por mi vida. Y no fueron pocos.

Ahora puedo decírtelo porque sé que no te vas a enojar. Entendí que no me reprimías por moralina, sino por temor al daño que me pudieran causar. Tampoco yo acepto fácilmente el dolor cuando se trata de mi hija. ¡Pero es tan inevitable, mami!

Cuando la veo sufrir algo se me desafina en el alma. ¿Cómo evitarle el dolor sin negarle el aprendizaje?

Entonces pienso que después de todo, si yo pude sobrevivir a la desilusión, a las frustraciones, a veces a la soledad y casi siempre al miedo, ella también podrá.

Sobreviví y no de cualquier manera: siendo mi mejor compañera y sin perder el amor propio y la esperanza.

Esa fue tu mejor enseñanza, y por fin puedo comprenderla: Soy valiosa.

Gracias, mamá.

Tu hija.




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