domingo, 6 de marzo de 2011

Carta abierta de Eva para Adan

Querido mío:
El retorno a nuestro hogar está próximo. Según el cumplimiento de las señales proféticas, el fin de los tiempos terrenales se avecina.
¡Y la vuelta al sitio del que hace tanto fuimos arrojados por nuestro padre!

Cumpliremos ya treinta mil años juntos, y cuando veo festejar sus bodas a nuestros hijos, me pregunto cuántas de cristal, cuántas de plata y cuántas de oro quedaron a nuestras espaldas. No ha sido tiempo transcurrido en vano, me digo, cuando veo este maravilloso mundo poblado de millones y millones de nuestros descendientes, hijos e hijas de la vida.
Te estarás preguntando por el motivo de estas líneas.
Por fin, amor mío, creo llegado el momento de hacer públicas algunas cuestiones. Saberlas es importante para nosotros, pero también para nuestros hijos. No creas, no olvido las trágicas consecuencias que cayeron sobre nuestra estirpe la última vez que quise enseñarte algo. Sin embargo...!Ah!... ¡Cómo me cuesta hablar!...
Debo hacerlo. Fueron muchas las cosas no dichas en estos treinta mil años y estoy harta del silencio y el ocultamiento. Pon atención y escucha...
¿Recuerdas a Lilith, tu primera esposa? No, no voy a hacerte una escena de celos retrospectivos, pero hay algo que debes saber acerca de ella y de mi.
¡Su carácter era muy parecido al tuyo! Las relaciones entre ambos eran tan conflictivas. Especialmente las íntimas. La recordarás, imaginativa y ardiente. A su fantasía la llamabas locura. No había términos medios entre hacer el amor, pelear y las maravillosas reconciliaciones, seguidas nuevamente de riñas terribles. ¿Qué cómo sé tanto de ambos cuando tú trataste de mantenerlo oculto destruyendo toda huella de su memoria, borrando incluso su nombre del Gran Libro? ¡Oh, amor mío, qué ingenuo eres! No temas, nadie me lo ha dicho, ni ángeles ni demonios, únicos testigos, por otro lado, en aquellas épocas de nuestra juventud. Solamente lo recuerdo. Si, Adán, lo recuerdo. Yo estaba allí cuando la arrojabas de tu lado por la noche, enojado porque era ella quien te buscaba , e interpretabas su concupiscencia (que palabras has inventado, Adán, en el nombre de Papá) como señal de exigencia y egoísmo, cuando en realidad lo eran del amor más apasionado, como te lo habrán demostrado todos los años de fidelidad que te consagré.
¿Ya has descubierto el engaño? Si, esa es la verdad. Yo no existo. O mejor dicho, yo soy Lilith.
¿Cómo? Ya lo sabrás, si, como espero, tu curiosidad logra superar tu orgullo, y no has arrojado estas páginas lejos de ti. Si todavía estás allí, sígueme por favor.
¿Recuerdas la última pelea?
Aquella vez, cuando llegamos a los Riscos Azules del Norte, agotados después de una larga caminata, siguiendo los senderos angostos y ascendentes por donde sólo pasan las cabras, y de a una por vez. Llevábamos varios días sin discutir, y estábamos alegres. Jugábamos a perseguirnos y a dejarnos atrapar para caer uno en los brazos del otro, exhaustos. Llegamos hasta la cumbre, y allí estuvimos un buen rato, extasiados ante el espectáculo que nos rodeaba. Las nubes blanquiazules, el prado salpicado de amapolas, las rocas fosforescentes a la luz del sol. !Que maravilla! Comimos unas frutas pequeñas y rojas que después se llamarían frutillas. Y todo en medio de un ambiente primaveral. Ni calor ni frío. El clima es lo que más extraño de nuestro hogar. No puedo acostumbrarme a los excesos de la tierra. Aquí siempre hace demasiado calor o demasiado frío. O demasiado viento, o lluvia. ¡En fin! Tienes razón, me estoy quejando todo el tiempo.
Bien. Esa tarde, después de la caminata y el almuerzo, te quedaste dormido. ¡Estabas tan hermoso! Tus largos cabellos revueltos confundiéndose con tu barba rojiza, (creo que eres lo más parecido a un león, después de otro león , por supuesto). Yo también dormité, pero estaba demasiado excitada por el lugar que habíamos descubierto, y por el olor de tu cuerpo. Tenía sed. Me levanté, di unos pasos en dirección a un pequeño espejo de agua detrás de unos matorrales y me zambullí. ¡Ah los manantiales del Paraíso! No los hay iguales en ninguna otra parte. El agua, siempre fluyendo transparente, a la temperatura justa, acariciaba mis pezones recordando el contacto tibio de tu boca. Después de nadar un rato, salí del agua y retorcí mis cabellos dorados para secarlos, sujetándolos sobra la nuca con una varilla de mimbre.
Seguías acostado sobre la hierba, tan bello como un rato antes. Me incliné sobre ti, y acaricié tu pecho de león, esperando despertarte, pero estabas profundamente dormido.
Acaricié tus cabellos, tus piernas velludas, tu sexo, que comenzó a erguirse entre mis labios. Te sentía en esa semiinconciencia ubicada entre el sueño y la vigilia. Gemiste, y besé tu boca dando la espalda al cielo. De pronto me atravesó como un rayo una idea maravillosa. Me monté sobre tí como sobre un potro, y mis caderas se comenzaron a mover rítmicamente como lo hacen las tuyas, y con los mismos maravillosos resultados. El final nos encontró unidos profundamente, recorriendo nuestros cuerpos al unísono, irradiándose a nuestro alrededor primero y de allí en ondas concéntricas a todo el Universo. Yo me derribé blandamente, como de arena.
Y entonces fue: Tus ojos se abrieron como volcanes furiosos, al comprobar que todo era cierto, que no estabas soñando. Apoyaste las manos sobre mis caderas, empujándome al tiempo que salías de mí profiriendo insultos como nunca antes lo habías hecho.
Primero fue el estupor, después el miedo, recién después el dolor. Corrí, sin dirección, cuesta abajo, insensible a las piedras y a las espinas que herían mi carne, nunca tan lacerada como mi alma. Corrí tratando de huir de tu imagen, de mis lágrimas, a pesar de mi cuerpo, que sabía inutil la carrera porque estabas dentro mio. Por fin caí de rodillas bajo un manzano, y contra su tronco rugoso sollocé hasta el anochecer. Allí terminé por dormirme.
Los primeros días vagabundeé sin rumbo fijo. Ni siquiera en sueños conseguía olvidar mi pena. No comía ni bebía. Cuando algún animalito se me acercaba, le mostraba mi alma y le preguntaba: -¿Tú me culparías?
Créeme, ninguno lo hizo, pero yo no sabía cómo podría vivir el resto de la eternidad sin ti. Sin embargo, nunca volvería, aunque me buscaras, cosa que de cualquier manera no parecía estar en tus planes. Yo, a pesar de no conocer aún el orgullo, me sabía humillada. ¡No, nunca! Lloré y recé, implorando a Dios, pero nuestro padre no pareció conmoverse ni escucharme.
Un poco llevada por la curiosidad, y un poco por el azar, un día te encontré sentado sobre una roca, charlando con la serpiente (recordarás que, en realidad, ella siempre fue más amiga tuya que mía) Cabizbajo, parecías estudiar la vida de las hormigas, mientras ella sibileaba ladina junto a tus oídos. Desde donde yo estaba no escuchaba sus palabras, pero veía como tus puños se crispaban y cómo te levantabas lanzando un alarido donde se mezclaban dolor y odio. Supe, por esas cosas que sabemos las mujeres, que yo era la causa y objeto de ese grito. Y sabía también , a pesar de no verla, que ella se alejaba satisfecha, una vez cumplida su pérfida misión. Sonriendo, de alguna manera, como sonríen las serpientes.
Ahora entendía porque no venías a buscarme, arrepentido de tu tonta actitud, como lo habías hecho otras veces. Yo no volvería contigo. Tú no me buscabas. Sólo un hombre y una mujer en todo el Universo. ¿No había futuro para el mundo? Saltaban lágrimas de mis ojos, pensando en los hijos que no vendrían por tu insensatez y arrogancia. ¡Oh Adän! Es que a veces pareces un león, y a veces una mula.
Gastaba las horas del día en charlar con los animalitos, especialmente con la pareja de conejos, pero ellos, a pesar de toda su buena intención, sólo podían consolarme, pues no comprendían en absoluto nuestro problema. Para papá conejo no generaba ningún conflicto la posición en que se hicieran los conejitos, independientemente de que a mamá coneja nunca se le habían ocurrido variantes. A los monitos, mucho más creativos, no se les ocurría usar el tema como motivo de discusión. Todos ellos estaban muy ocupados en cumplir con el precepto divino que dice: “Creced y multiplicaos”. ¿Por qué solamente a nosotros se nos hacía tan difícil?
Convencida de no encontrar la solución a nuestros problemas, no quería tampoco entretenerlos con mis preocupaciones, así que, sola, me dediqué a caminar y nadar. Empecé a aficionarme a la observación de la naturaleza. De observar a experimentar hay una distancia muy corta. Así, frotando dos piedras, una contra otra, descubrí un extraño fenómeno brillante. Enseguida se transmite a las ramas secas y los pastos. Si lo acercaba a mi piel, ardía por largo rato dejando una marca desagradable. Poniendo algún alimento encima, este cambiaba de color y sabor. Muy útil pero peligroso, se debía tener mucho cuidado con él. Era el fuego.
Probé con prácticamente todo: además de cocinar los alimentos, endurecía la tierra mojada, y fundía las rocas y la arena. Me entretuve muchas horas en confeccionar cacharros, y...!Qué lástima! Tenía todo lo necesario en una cocina, menos una familia para servirle la cena. Estos pensamientos llenaban otra vez mis ojos de lágrimas, y partían mi corazón.

Un día, después de macerar unas hierbas en el agua del manantial y ponerlas a hervir con zumo de frutas verdes, pude apreciar su olor nauseabundo. Aparté la mezcla para desecharla, cuando casualmente un mechón de mis cabellos cayó dentro. Cual no sería mi asombro al verlo cambiar de color, para adoptar un tono rojizo muy parecido al tuyo, que siempre me gustó tanto. Al recordar tu pelo, me puse a llorar de nuevo.
En ese instante, surgiendo como lo hace siempre, subrepticiamente, la serpiente apareció a mi lado. Sequé rápidamente mis lágrimas, pero ya era tarde.
-¡Vete! – le grité dando vuelta el rostro, pues la recordaba susurrando insidias en tus oídos.
- ¡Vete! ¡No quiero verte ni escucharte! ¡Vete!
- Bien –dijo- me voy con mis noticias.
Ella sabía que la curiosidad es mi punto débil.
-¿Qué noticias? Le pregunté, pero ya se alejaba, no sin agregar antes:
- Si quieres saberlo, te espero bajo el manzano.
Por supuesto, no fui inmediatamente. Pero fui.
Ella estaba durmiendo enrollada. Despertó tán rápidamente que no se cómo pude notarlo.
- Has venido -dijo, redundante- Entonces deseas conocer las buenas noticias.
- Si tú las traes no deben ser tan buenas- Contesté de mal tono, más enojada con mi debilidad que con ella misma.
-¡Oh, Lilith! ¡No me trates así! Al fin tus ruegos fueron escuchados por nuestro Padre Todopoderoso. Cuando conozcas el mensaje que traigo para tí, seguramente te arrepentirás de tu desconfianza. En señal de amistad. ¡Come!. Dijo, arrojándome una redonda y brillante manzana.
Yo la tomé en el aire, pero no me la llevé a la boca. Recordaba perfectamente que esos frutos estaban prohibidos.
-¡Come! Insistió ella, adivinando mis temores.
-¡Come! Nuestro Padre es Todopoderoso y Omnisapiente. El sabe que estamos aquí, y que te estoy tentando con esta fruta, y si no lo quisiera así, esto no ocurriría. Le sería muy fácil destruir de un plumazo a una débil vivorita como yo, y si no lo hace , seguramente será porque es El quien envía esta noticia que te traigo, en respuesta a tus ruegos. Tú le rezaste, pero no me lo has dicho, así que si yo no viniera encomendado por el, como podría saberlo.
Largó todo el discurso de un tirón, y le creí. No se si era cierto, ya que nunca supe lo contrario, o porque es, desde luego, el mejor mentiroso de la historia del mundo, o simplemente porque estaba muerta de ganas de creerle, de saber, de salir del infierno donde estaba metida. Di un mordisco. Inmediatamente sentí una luz inundandolo todo, y vi, ( vi como se ven esas cosas) a un ser diminuto , regordete y sonrosado, corriendo hacia mí. Parecía como un Adán pequeñito, o algo así. Levantó sus bracitos y cuando iba a tomarlo entre los míos, se esfumó de mi conciencia. Mis manos volvieron a mi hasta abrazar mi propio vientre.
Ahora sabía. El estaba allí, creciendo. Nuestro hijo.
Abriéndome paso entre las lágrimas, corrí a mi refugio, huyendo de las palabras de Lucy, que se habían pegado a mis oídos:
-¡Qué bonito es! Lástima que su papá no lo conozca.
Para mí esta idea era terrible. No podía concebir a nuestro hijo sin su padre. Muchísimos siglos después pude comprender , gracias a la terapia, el motivo inconciente de mi angustia. No era, en realidad, por tu ausencia, sino por carecer de imagen materna, justamente en el momento en que yo misma iba a transformarme en madre. Pero, en fin, las cosas fueron así. Además, como no le tienes simpatía a los psicólogos, no me voy a extender sobre el tema. Hoy, mi deseo está muy lejos de provocar una discusión inútil.
Decía que las cosas fueron así, y que concebí un plan que llevaría meticulosamente a cabo. Al bañarme, había descubierto que mi mechón rojo no perdía su color, así que volqué la mezcla sobre mi cabeza. Toda mi cabellera adquirió el mismo tono de cobre brillante.
Cuando me miré en la corriente del río, comprobé cuantos cambios se habían consumado en mí, un poco gracias a la cosmética, y mucho por los efectos del embarazo y la vida sedentaria. Mi rostro, mi pecho, mis caderas, todo estaba redondeado, y parecía realmente otra mujer, salvo por un pequeño detalle: mi pubis se resistía al teñido, aferrado a su dorado original. Como aún no se había inventado la depilación a la cera negra, ni siquiera la hojita de afeitar, el único recurso era ocultar. Confeccioné con hojas un taparrabos que sujeté a mis caderas con hebras vegetales. Ya que estaba, se me ocurrió confeccionar un bonito corpiño haciendo juego, y así cubrí mis pechos. Con un poco de tizne, oscurecí mis párpados y mis pestañas, que en combinación con el tono rojizo de mi cabello, daban un efecto verdoso a mis ojos.

El éxito fue rotundo. Ni mi madre, de haberla tenido, me hubiera podido reconocer. La primera parte del plan estaba listo. Ahora yo ya no era yo. El resto sería más fácil.
Me acerqué sigilosamente a los lugares por donde merodeabas, y te vi sentado tirando piedritas al agua. Eso lo hacías cuando estabas aburrido y te quedarías dormido rápidamente. Así fue. Cuando escuché tus ronquidos me acerqué y me acurruqué al lado tuyo. Después, ya sabes la historia.
Al despertar no me reconociste, preguntándome quien era. Yo te contesté:
Me llamo Eva, y mientras dormías vino Dios y conmovido al verte tan triste, dijo: “No es bueno que un hombre esté sólo”, y te arrancó una costilla y me creó de tu misma carne, para que te acompañara.
Aceptaste mi versión sin más, e incluso te quejaste durante varios días de que te dolía un costado. Parecías contento, y adoptaste una actitud de suficiencia, mostrándome los lugares que yo ya conocía, ante los cuales tuve que fingir asombro. Ni una palabra de Lilith. Dijiste que de ahora en más, ya que Dios me había creado para ti, yo tenía que hacer todo lo que tú quisieras. Yo, fingiéndome pudorosa, te contesté que no podría cumplir con todos tus deseos. Te hice prometer que nunca me contemplarías desnuda, y que nuestras relaciones íntimas sólo tendrían lugar en la oscuridad de la noche.
Tu aceptaste rápidamente, pues supusiste que me avergonzaba de que Dios no me hubiera dotado de un pene como el tuyo. No lo discutí, porque debía guardar el secreto de que yo no era yo, y mi pubis de oro podía delatarme. Creo que fue la razón por la que empezaste a amarme, y yo, a perder tu amor.
Pues bien: desde entonces he hecho todo lo que querías. Pero no soy tan tonta. Decidí que lo que no habías hecho por mí por las buenas lo harías por las malas.
Si ibas a tratarme como a un ser inferior, si siempre estaría debajo tuyo, si tú ibas a ser el fuerte y yo la débil, tú el inteligente y yo la tonta, entonces tú tendrías que trabajar para mí, alimentarme, cuidarme, deslumbrarme con tus hazañas.
Por obra y gracia de Dios, yo soy tú, y tú eres el mejor de todos los seres vivientes.
Pero necesitas que alguien te lo diga.

No fue un buen trato. Ambos fuimos cobardes, ingenuos y egoístas como después lo fueron nuestros hijos, Caín y Abel.
Nuestras relaciones íntimas fueron estereotipadas y aburridas. Me consolaba con nimiedades, y te exigía costosos presentes, dignos de tu pedantería y mi insatisfacción. Mientras me hacías el amor (literalmente lo hacías, porque yo me quedaba quieta como corresponde a una señora decente) pensaba vengativamente:
-¿Querías moverte? ¡Muévete! !Transpira! !Trabaja! ¡Pelea por conseguirlo!
Pero la rigidez, poco a poco, iba haciendo presa de mí. Yo, orgullosa, la disfrazaba de dignidad, ocultándome tras una aparente virtud. Alguna vez quisiste desnudarme, arrancar mis ropas, pero no te dejé. Gritaba, me desmayaba, te acusaba, me fingía enferma. Tanto hablé de pecado, que hasta yo misma terminé por creerlo.
Te preguntarás por qué decidido hablar ahora, y la respuesta es muy simple: Estoy aburrida de ser otra. No quiero entrar a la eternidad ni al paraíso disfrazada. Quiero conquistar la esperanza, y ya no me importa el precio, porque conozco el costo de no ser yo misma.
En realidad, una vez, hace mucho, quise decirte la verdad. Con tu hijo creciendo dentro de mi, había perdonado que me olvidaras, cambiándome tan rápidamente por otra, aunque ambas fuésemos la misma. Entonces decidí revelarte el engaño, y con la excusa de contarte una historia, te llevé bajo el manzano que había sido testigo de mi dolor y confidente de mis secretos. El mismo bajo el cual Lucy me había revelado la verdad que ocultaba mi vientre, y donde yo quise revelarte mi identidad. No me escuchaste. No quisiste aceptar que ignorabas algo que yo sabía, y me advertiste con estas palabras:
- Ya antes que tú, otra mujer quiso superarme, y aunque la amaba renuncié a ella, arrojándola a los infiernos de la soledad en que yo mismo quedé, y de quien nunca más supe nada. Tanto la amaba, que su recuerdo estuvo a punto de hacerme caer en la tentación de ir a buscarla. Ya lo había decidido, cuando Dios, apiadándose de mí, me sumió en un profundo sueño y te sacó de mi costilla, para que ambos recordáramos qué lugar debes ocupar junto a mí. De esta manera, El señaló que mi decisión era correcta, y no la rebeldía de ella. Y para que nunca más corriera el riesgo de caer en la tentación de recuperarla, te trajo hasta mí. Pues bien, Eva, esposa y amada mía, ahora te amo tanto como la amé, y debes aceptar el destino que nuestro padre marcó para ti. Si te revelaras, no dudaría en tomar la misma decisión que tomé entonces, y que ahora se, fue dolorosa pero correcta.
¡Ay, Adán! Que necia fui. Ya nunca más intenté desengañarte. Acepté mi destino, y tú creíste que mis lágrimas eran de arrepentimiento. En realidad si lo eran. Pero arrepentimiento por haber mentido, poniendo así los clavos en mi propia cruz. Este es, Adán, el pecado original sobre el que nuestros hijos e hijas han construido sus existencias. Tu soberbia y mi mentira.
Dediqué mi existencia a alertar a nuestros hijos acerca del pecado que les dio origen, pero nunca me atreví a confesar su naturaleza. Fuimos castigados en nuestros primogénitos y en toda su descendencia.
Fue castigada mi impaciencia y mi falta de fe. No tuve la suficiente confianza ni en ti, ni en mi, lo cual es tanto como no haber tenido fe en nuestro creador. No pude esperar a que el sabor amargo de los frutos del error te hicieran arrojarlos de tu boca, y hablé en nombre de Dios, urdiendo una patraña que se transformó en mi infierno. Porque yo soy Lilith, la mujer original que vive castigada en el fondo de su propio corazón, mientras finge ser otra.
Querido mío, este mundo nuestro es a pesar de la mentira demasiado bello para ser destruido. Ofrezco mi arrepentimiento en el nombre de la vida, y ruego a Dios que fortalezca mi corazón para comenzar nuevamente. Ahora en nombre del amor y no del engaño. Es la única forma de terminar con la hipocresía. Hubo un tiempo en que creí (también otra mentira) que nuestros hijos aprenderían de nuestras palabras. No fue así. Ellos sólo pueden aprender de nuestras acciones. Tal vez la única manera de reabrir las puertas del paraíso.
Eso es todo, amado mío. Te he querido desde el principio de los tiempos, y seguramente será así por lo que resta de eternidad. Ansiosa, quedo a la espera de tu respuesta.

Tuya

Eva y-o Lilith

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