domingo, 14 de agosto de 2011

La Decisión

Dpto vista a la calle, obra de Alfredo Moffatt

Querido amigo:

Te asombrarás al recibir esta carta, así que paso a explicarte sus motivos. Desde la época de la Facultad, hace tantos años, cuando conocí a Martha y me enamoré perdidamente de ella, que no sabes mucho de mi. Yo, en cambio, sé todo de ti y de tus éxitos. Leí cada uno de tus libros y asistí a tus conferencias de forma anónima. Sé como piensas, y por la amistad que tuvimos, seguramente no pondrás reparos en cumplir con mis deseos.

Tampoco a mí me fue mal. María y yo nos casamos y fuimos muy felices durante treinta años. Juntos, sembramos en este mundo cuatro hijos y ocho nietos.

Me dediqué a los negocios, primero, para mantener a mi familia, y después, porque encontré un placer lúdico en el riesgo y la apuesta. Soy un hombre de suerte, y como también, modestia aparte, soy bastante inteligente, pude amasar una gran fortuna. Lo acreditan los documentos que hallarás en el sobre adjunto, donde puse todo lo necesario para que cumplas mis deseos. Reparte mi fortuna por partes iguales entre las madres sin recursos con niños pequeños, los poetas y las parejas de jóvenes enamorados que no tienen dónde cumplir su sueño de dormir abrazados toda la noche.

Elijo beneficiar a estas personas con mi legado porque considero que la vida depende exclusivamente de la creatividad humana y, sin embargo, nadie compra nuevos libros de poesía, ni se paga por criar a los hombres nuevos, o armar nuevos hogares.

Querido amigo, dejé dinero suficiente a mis hijos y sus familias para vivir holgadamente por varias generaciones, así que, lo que tienes en tus manos es absolutamente mio y por eso dispongo de ello, antes de dejar este mundo.

No temas, sólo hablo del mundo en el aprendí que cuando el hombre inventó a Dios, quiso convertirse en Él. Construyó templos y exigió ser idolatrado.

Otro día, inventó los libros y quiso ser admirado al abrir la boca, como el tomo de una enciclopedia. Después, inventó las maquinas y volvió a transformarse. Pretendió nunca estar cansado, ni enamorado, ni triste, ser siempre eficaz y exacto.

Pero ese tiempo también pasó, y ahora lo más importante es la mercancía. Para los objetos -nuevos, por supuesto- están dispuestos los mejores sitios en todas las ciudades, llenos de luces y protegidos, tanto del polvo como de los ladrones, entre cristales de seguridad, alarmas, guardias armados, etc.

Cumpliendo con la tradición de parecerse a sus obras, la gente de ahora pretende ser como las mercaderías exhibidas en las vidrieras: Siempre nueva, bonita y codiciada por todos.

Al compararse con las cosas que se compran y se venden, uno mismo empieza a preguntarse cuánto vale. Un método imposible y muy perjudicial, ya que lo definitivo de la venta es el precio, y el precio es lo que el cliente está dispuesto a pagar. Como resultado, nos dedicamos a buscar el aprecio de los demás como medida para evaluar nuestra propia existencia.

Así, todo tiene precio, pero nada tiene valor. Pocas personas pueden decir que hacen lo que realmente quieren con sus vidas, sino aquello por lo que obtienen la mejor retribución posible. Sistema transmitido y estimulado de generación en generación.

¡Qué gran paradoja!: Mientras todos desean hijos felices, se cierra el camino de acceso a la propia felicidad.

Como el dinero es un estímulo muy escaso a cambio de nuestro tiempo, se buscan otras satisfacciones, como gozar de la belleza, una de las principales metas para el ser humano. Lamentablemente, como el buen gusto no viene de nacimiento y la educción artística es escasa, la mayoría se conforma con las cosas bonitas que se ofrecen en los escaparates. Esas mismas que pretendemos igualar.

Los dinerillos que tan esforzadamente se gana vendiendo el propio tiempo -la vida- se pierde compulsivamente en adquirir placeres efímeros, mercadería en serie, que nunca consigue compensar lo entregado a cambio.

Así que, amigo, como te decía al principio, me voy de este mundo. Nada me ata.

¿A dónde? No lo sé, cualquier sitio es bueno. Un ashram en la India, un banco en una plaza. Tanto da. ¡Sólo quiero estar conmigo mismo!

No me busques y no te preocupes por mi, me sé cuidar y tomo esta decisión por mi bien. Yo sé que eres una de las pocas personas que puede entenderlo.

Recibe este afectuoso y agradecido abrazo de tu amigo: Sam Golden.


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