domingo, 6 de febrero de 2011

La receta de la felicidad

Querida amiga:

Seguramente te asombrarás al recibir estas lineas, pero te pido encarecidamente que no abandones su lectura. Te estoy escribiendo como último recurso, ya que, desde hace un tiempo, estoy padeciendo síntomas que parecen indicar una extraña enfermedad. No perderé tiempo en describirla ahora. Lo importante es que no me encuentro bien y necesito de tu auxilio porque eres la única que me puede ayudar en estas circunstancias.

Sí, después de tanto, tanto tiempo y tanto silencio, me veo obligado a reconocer, por fin, que sólo tú puedes brindarme lo que necesito. Te lo ruego, no ignores mi pedido.

Déjame contarte: por fin estoy decido a confesar toda la verdad. Te extraño y eso duele mucho. Es un ardor que me desborda y va más allá de la piel. Tu sombra transita las veredas que camino y hasta las baldosas me duelen cuando las piso. Tu recuerdo me oculta el sol, y cuando llega la mañana, la luz del día me hiere. Las horas son como plomo derretido chorreando sobre mi memoria y ni siquiera consigo señalar con alguna aproximación la fecha de tu partida. Imagina mi situación y apiádate de mí.

¡Todo es tan distinto ahora! Tu ausencia se fue haciendo presente poco a poco, hasta agobiarme con el peso de esta pena. Ya no soy el mismo de entonces. Algunas veces, todavía, evoco aquellos atardeceres, cuando la melancolía plegaba tus alas como un majestuoso manto. ¡Pero sólo ahora me doy cuenta! Recuerdo como permanecíamos unidos hasta la llegada de la primera estrella y como, recién entonces, recuperabas tu brillo que parecía contagiarse a toda la ciudad, que también brillaba. La magia nos envolvía y yo reía contigo. Pero la soledad siempre te quedaba pequeña y reclamabas la compañía de amigos...

Sí, lo se. Sé que algunos de ellos también son culpables de tu ausencia. Al menos en parte.

¡Cuantas veces respondían con ironías o bromas hirientes a tus inocentes observaciones!. Yo no soportaba tu ingenuidad y me abstenía de defenderte, temiendo quedar como un tonto. Prefería hacerte callar. Estaba mal, pero era tan joven, tan arrogante y tenía tanto miedo a mostrarme vulnerable. Comencé a construir un muro y a dejarte fuera.

Dialogar se transformó en discutir y la discusión en batalla. Fui encontrando las palabras adecuadas para derrotar a cada oponente. Poco me importaba si estabas de acuerdo o no.

Y seguramente, así, empecé a perderte.

Creía más inteligente mi pesimismo que tu esperanza. Mis razones que tus certezas. Mi orgullo que tu humildad. ¿Ves? No rehuyo mi parte. Sé que soy el principal responsable de mi estado y de tu ausencia. ¡Ahora que entiendo me arrepiento tanto!. No escuchaba tu invitación cuando abrías las ventanas de par. Preferí siempre la puerta que dice “Importante”. En el centro de mi vida, en el grueso lomo de un bibliorato oscuro, se podía leer: “Mis obligaciones”. Esa frase que repetía con insistencia era, para mí, un título de nobleza.

Si me hablabas de tus sueños, sonreía despectivamente. ¿De tu necesidad de afecto? Debilidad. ¿De belleza? Preguntaba el precio. Si proponías una aventura, pedías un poco de distracción: ¿Qué te respondía? ¡Pavadas! ¡Tonterías! Cosas de niños, inadecuadas para gente adulta. Pérdida de tiempo. ¿Una mascota? ¿Para qué? ¿No tengo ya suficientes preocupaciones? Los perros rompen todo, el pis de los gatos es hediondo, las tortugas son inútiles...

Si te permití leer poesías fue para, después, presumir por ello. La música también era la adecuada, esa que recomiendan los suplementos culturales del Domingo. La que debíamos sentarnos a escuchar, no la que impulsa a bailar.

Querías pintar cuadros abstractos, pero yo lo consideraba un disparate. ¿Como puede tener valor que alguien exprima un pomo de pintura sobre una tabla?. Puede hacerlo hasta un niño o un mono. Quisiste explicarme alguna vez que su valor era justamente ese, despertar al niño que todos tenemos dentro, pero deseché tu opinión como tantas otras veces: sin atender tu deseo.

Sin embargo, te permití elegir cada una de las láminas que cuelgan en las paredes de mi hogar y hasta las de mi despacho. En ese momento debí leer las señales, pero una vez más, fui un necio. Escogías siempre espacios abiertos: el cielo, el mar, la pradera. ¡Era tan obvio que terminarías huyendo del encierro al que te condenaba!. Pero una vez más, no pude verlo.

¡Si ni siquiera aceptaba tus sugerencias al elegir mi ropa! Que, por supuesto, debía ser clásica y correcta, no llamar la atención, no exponerme al ridículo. Ya sabes, siempre temí tan espantosamente el ridículo. Era la peor amenaza y sin embargo recién ahora entiendo cuan equivocado estuve siempre. Nunca supuse que el verdadero dolor sería tu ausencia.

¡Debí actuar de otra forma! ¡Tan distinta! No comimos suficientes postres ni helados ni caramelos. No fuimos bastante al cine o al teatro, ni a los conciertos de rock que te fascinaban. No te dejé estudiar guitarra, pensé que no tenías condiciones. No quise gastar el dinero -que tanto me costaba ganar- en flores, que se marchitan rápidamente, y a cambio nunca te permití olvidar el paraguas. Ahora, soy yo el marchito.

Cuando te despertabas y querías ver el amanecer, yo gruñía cubriendo mi cabeza con la almohada. Y si soy culpable de negar tu risa, qué diré de no permitir tus lágrimas. Lloran los niños, las mujeres y los homosexuales. Eso aprendí y sostuve sin cuestionar.

Como si hubiera seguido un plan meticulosamente trazado, hice todo lo necesario para alejarte de mi vida. Y lo conseguí. Me abandonaste. Ni siquiera sé cuando, exactamente. Creo que te fuiste haciendo cada vez más chiquita hasta desaparecer. Y entonces, un día, desperté solo.

¡Si eras tan pequeña! ¿Cómo pudiste dejar este vacío tan grande?

Aunque no se desde cuando, abandonar el lecho por la mañana se transformó para mí en una maldición. No me interesa nada, a pesar de tenerlo todo a mi disposición. Casi no me miro al espejo. No me gusto. Ni me gustan mis presumidos amigos y ni qué decir de mis pedantes colegas. ¿Pasear? No tengo ganas. ¿Estudiar? Me hacen falta tus motivos. ¿Trabajar? No necesito más dinero, y mi trabajo, como siempre me hiciste notar, no me gusta.

No se en qué momento perdí mi espíritu. Sólo se que no está. Hoy un médico dijo que es un problema común en esta época y que no me preocupe, que hay remedio. La ausencia del Alma se cura, afirmó, y me extendió una receta.

Miro el pedazo de papel garrapateado intentando ahuyentar esta fuerte tentación de borrar el dolor, porque no comprendo como alcanzarían todas las píldoras del mundo para llenar el hueco que deja un Alma cuando se marcha. Sin embargo, tampoco sé como hacerte regresar. Después se me ocurrió escribir esta carta como gesto de reconciliación para pedirte: Estés donde estés: ¡Perdóname y vuelve! Todo será diferente ahora.

Pintaremos juntos cuadros incomprensibles y usaré aquella ridícula camisa colorada aunque para encontrarla deba volver el mundo patas para arriba y aunque ya no esté de moda, igualmente me la pondré ¡Hasta para ir a la oficina!.

Cantaremos por la calle, comeremos sandía helada y tendremos olor a mandarinas en las manos. Diremos piropos a las muchachas . Jugaremos con los chicos y los perros en las plazas. Haremos barriletes e inflaremos globos para inundar el cielo con todos los colores del mundo. Trasnocharemos con los poetas. Marcharemos en contra de todas las guerras. Bailaremos en las veredas hasta que nos derrote el cansancio.

¡Vuelve, Alma querida!. Desterremos juntos a las balanzas, los ficheros, las críticas, los paraguas, los uniformes, los relojes, los balances, el malhumor, los horarios de la oficina, el desprecio, los exámenes reprobados, la raya del pantalón, el nudo de las corbatas, las categorías.

¡Déjame recuperar tu confianza! Esta vez no te fallaré. Si desde algún lugar me estás viendo, ya sabes que puedo llorar. Ven, y enséñame como reír de nuevo.

Acude a mí, aparta esta desidia insoportable, retorna al calor y el color, la rima, la curiosidad, la fantasía, la belleza en la pena, la generosidad, la melodía, los sueños, las palabras, la solidaridad, la esperanza, la alegría, el amor y la fe.

Apelo a tu bondad, Alma mía: Disculpa a este tonto. Perdona mis errores y sálvame para siempre de caer en la maldición del Prozac.

Arrepentido,

un amigo que te necesita.



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1 comentario:

  1. Una gran carta, de mucho contenido.Me ha resultado muy movilizante.
    Amo las cartas, así que volveré por este blog.
    Un beso.

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