domingo, 30 de enero de 2011

Deber cumplido

Villa Rica fue, en otras épocas, un importante nudo de caminos. Vías y carreteras delineaban el perfil de la ciudad que fue creciendo al ritmo de la industria, el agro y el turismo. Esta era la razón, también, del importante tráfico de correspondencia que acudía a su Oficina de Correos, tal vez una de las más importantes en su época.

Los acontecimientos de fines del siglo pasado, por todos conocidos, produjeron el estrangulamiento económico no sólo de Villa Rica, sino de innumerables poblaciones a lo largo y ancho de la Nación. Con el cierre de los ramales ferroviarios y el descuido generalizado, fueron cerrando, en primer lugar, las empresas. Después, cuando se agotaron las indemnizaciones y los seguros, bajaron sus persianas los comercios. A continuación, fue el éxodo de la población civil, a la que siguieron las fuerzas vivas, pues ellas carecían de sentido en una ciudad vacía. El último fue el Señor Jefe de Correos don Ariel Josefo Barberán. Ya hacía rato de la marcha del último subalterno que consiguió el traslado a Buenos Aires por intermedio de un amigo oficial de policía, conocido a su vez del custodio de un diputado. Pero Don Ariel no quiso escuchar el consejo de marcharse y se quedó allí, cobrando un sueldo que no tenía donde ni con quien gastar, en aquel lugar fantasma.

En octubre decidió terminar con el asunto antes de fin de año.

Le parecía absurdo, pero los rumores de la venta inminente, cada vez parecían ménos rumores y se transformaban en amenazas a las que él no cedería. ¿En qué cabeza entra vender nada más ni nada menos que el Correo Nacional? ¡El Correo! El sitio donde los niños depositaban sus primeras moneditas aprendiendo la virtud del ahorro y también a confiar en la seguridad del Estado, que es el País, la Patría, la Nación de uno, la Soberanía Nacional .. . y en este punto Don Ariel Josefo Barberán, invariablemente, lanzaba una palabrota contra los delincuentes de turno arrojando un cenicero, o dando una patada a algún mueble en desuso.

El también estaba olvidado y en desuso en esa sucursal, otrora una de las más importantes:

¡ Está bien! No era nadie. Los cuarenta años de servicio no le servirían para evitar lo inevitable.

¡Está bien! Tendría que cerrar, pero antes de entregarse al enemigo, antes de claudicar, antes de transformarse en el payaso de algún ladrón con diploma, sabía lo que tenía que hacer y lo haría. Aunque necesitaba tiempo.

Nadie se dio cuenta cuando cerró la oficina el primero de noviembre, y tampoco nadie notó que él también se encerró adentro. Tenía alimentos secos para aguantar, tranquilamente, hasta el Año Nuevo, así que se dispuso a cumplir con su tarea. Mejor dicho, a finalizar su tarea, después de cuarenta años de servicios ininterrumpidos. Colgó de un clavo el reloj pulsera con despertador que recibió cuando cumplió los treinta años en el puesto, para tenerlo a la vista. Y abrió la puerta. Allí, detrás, estaba su última tarea pendiente: las cartas que nunca había podido entregar. Faltaba el destinatario, el remitente, o ambos. A veces la dirección era ilegible o desconocida. Pero, como Jefe de Correos, eran su responsabilidad. Su última responsabilidad. E iba a cumplirla.

Fue revizando los sobres uno a uno. Y a pesar de saber que estaba violando una ley sagrada para él, las abrió en un intento final de averiguar a quién pertenecían. En algunas oportunidades tuvo éxito, y halló alguna dirección a donde reenviarlas, por supuesto, con aviso de retorno. Esas cartas habían sido confiadas al Correo Nacional y el Correo Nacional, por su intermedio, se haría cargo. Ningún advenedizo pondría en ellas sus manos sucias de delincuente de guante blanco, de traidor, de corrupto.

Pero, a pesar de la conciensuda tarea, un montoncito permanecía sin clasificar. Solamente faltaba una semana para Navidad y dos para Año Nuevo.

Una noche, mientras hervía el agua donde se cocinaba el último paquete de fideos moñito, tuvo la gran idea. Si las cartas no podían encontrar a sus dueños, que ellos las encontraran.

Terminó de cenar, lavó el plato y la taza. Guardó la correspondencia en una caja de zapatos que ató con una cintita roja. Por fin, arrojó la caja entera de fósforos “Patito” al fuego que había hecho con los muebles de madera. Y se marchó.

Como en Villa Rica ya no habían telefonistas para llamar por teléfono a los bomberos, ni bomberos para hacer ulular la sirena de los coches de bomberos, ni periodistas para publicar en los diarios la noticia del feroz incendio, Don Ariel Josefo Barberán no se enteró nunca de que el fuego en la oficina de correos se había comunicado a las fincas lindantes y de allí a las demas casas. Tampoco se enteró, por supuesto, de que no hubo sobrevivientes, porque en la cuidad ya hacía rato que no quedaban habitantes para salvarse.

Al año siguiente, el antiguo Jefe de Correos de Villa Rica, ayudado por una chica que estudia computación, la amiga de una hija de su hermana, a quien pagó de su propio bolsillo, abrió un blog en la web. En ese espacio virtual instaló su nueva oficina de correos, desde donde inició la publicación de la correspondencia conservada por él. Sostiene la esperanza de que si las cartas no encontraron a su destinatario, existe la posibilidad de que los destinatarios encuentren lo que se escribió para ellos. El material se halla disponible para ser consultado por toda la población. Quienes lo deseen, pueden realizar el reclamo de su correspondencia.

Don Ariel Josefo Barberán sentirá que cumplió con su palabra. Y por la noche, coseguirá conciliar el sueño.




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1 comentario:

  1. Me ha encantado este blog y la forma en que llegan las cartas a ser publicadas.
    Yo también tengo un blog de cartas, aunque un poco diferente. en estos momentos está en un descanso, pero en cualquier momento arrancará nuevamente.
    Te deseo toda la suerte, y estaré visitandote.
    Besitos.

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